Este relato está basado en hechos reales.
Vivimos en un planeta del que sólo unos pocos privilegiados pueden escapar y además por corto espacio de tiempo: los astronautas y algunos turistas adinerados y sin escrúpulos. A pesar de ello, casi todo el mundo se quiere escapar, se quiere ir; unos se quieren ir de vacaciones, otros se van de fin de semana, muchos se quieren ir de juerga, está de moda irse de cena, de rebajas, a la playa al monte, al fútbol, otros van de pijos, a la ultima o fashion cool, muchísimos se van a tomar por culo, pero la mayoría quieren irse de rositas de este mundo, allá ellos.
En toda mi vida sólo en dos ocasiones me he sentido en paz conmigo mismo y con el cosmos. Sólamente dos veces he sentido felicidad plena, sentir que todo es perfecto, que mi cabeza y mi cuerpo viajan por el espacio y por el tiempo a gran velocidad, que todo es uno, y que uno no es nada sin el resto, que las estrellas alineadas perfectamente con el horizonte y la luna llena, forman una unidad de fuerza descomunal, incomprensible e imprevisible, pero de la que nosotros también formamos parte.
La primera vez me sucedió en Gaztelu, un pueblecito de 120 habitantes muy cerca de Tolosa, en el País Vasco. Ese año sólo pudimos disfrutar de cinco días de vacaciones, y aunque en un principio nos planteamos viajar a Menorca, por los niños evitamos el trasiego de aviones y hoteles, y la pura casualidad, sólo el azar nos llevó a Iriarte, un pequeño y familiar agroturismo en un pueblo al que llegamos creyendo que no había nada que hacer, aunque eso fue precisamente lo que nos llevó allí.
Llegamos estresados desde Barcelona la víspera de San Juan. Nos escapabamos de la coca y los diablos de fuego, las verbenas y los fuegos artificiales de la gran ciudad, también del móvil y del ordenador, del trabajo y las presiones, del sudor y la desidia que provocan una rutina sin final.
Al entrar en el pueblo vimos que en la plaza ya estaba preparada la hoguera de San Juan. Nosotros catalanes de mundo creíamos ingenuamente que éramos los únicos que sabíamos responder con dignidad al solsticio de verano.
Nos instalamos en Iriarte con comodidad, cariño y amabilidad. Mientras los niños descubrían un nuevo paraíso, y mi mujer deshacía un enorme equipaje, yo me dediqué a hacer limpieza del maletero de coche. Metí en una gran bolsa de papel, una raqueta de tenis rota y casi sin cuerdas, una caja de madera de las de fruta deshecha, unos cuantos periódicos viejos, algunas revistas, dos archivadores llenos de informes económicos que ya no necesitaría, una trona de madera que había hecho ya su último viaje, y alguna cosa más que no recuerdo.
Después de cenar, decidimos ir a ver el fuego de San Juan. Mi mujer me animó a que quemáramos algo nuestro, algo viejo, y me acordé de la bolsa que había hecho con la basura del coche. Fuimos andando hasta la plaza, en un atardecer sereno aunque algo nublado, cantando, bailando y riendo las novedades que encontrabamos en cada esquina.
Los jóvenes del pueblo encendieron una gran hoguera y empezaron a saltarla; se mojaban la cara y el pelo para no quemarse. Yo cogí la bolsa de basura, la eché al fuego y comenzó a arder violentamente. Me acerqué a mi mujer y mis dos hijos y juntos y agarrados nos sentimos felices y contentos, como nuevos. En ese instante me acordé que camino a la plaza había metido en la bolsa de basura, la cartera con el DNI, tarjetas bancarias y médicas, dinero, etc, también la videocámara, las llaves del coche y el móvil, que no me cabían en los bolsillos. Y todo ardía, y todo ardió.
No me alteré. Lo sucedido lo sentí como inevitable, sin vuelta atrás, sin remedio, comprendiendo enseguida que un cabreo no me solucionaría nada. Ante la calamidad y el desastre reaccioné como el hombre practico que soy, heredero de nostalgias y penas, ferviente lector de Dostoievski, enfin, un gran cataclismo urbano en un entorno lujuriosamente rural.
Y me sucedió a la noche, los niños dormidos, mi mujer descargando adrenalina con la DS y yo sentado en el porche y contemplando un cielo que de repente se llenó de estrellas. Un luminoso espectáculo que hacía más de veinte años que no había disfrutado. Y me sentí uno con el cosmos, sin carnet de identificación, sin llaves ni dinero que utilizar, sin ataduras.
La vuelta a casa fue de traca. Mil gestiones para recuperar documentos. No obstante me he prometido a mí mismo que al menos una vez más en la vida volveré a Gaztelu, para agradecer lo que una fogata inesperadamente provocó.
La segunda vez que tuve esas sensaciones, fue en una situación más mundana. Bajo el agua, en una piscina que tenía más cloro que agua, llena de alemanes borrachos, y bajo el agua mientras buceaba ví una borrosa fideuá de pescado, que me esperaba; me sentí un astronauta sin peso, sin gravedad, al que le esperaba un festín de comida y una fresca botella de rosado de aguja del Penedes. La felicidad plena, aparece siempre inesperadamente, no saben lo que se pierden todos los que se van de rositas.
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